Cuando dejamos de contemplarnos, cuando sentimos que el otro ya no nos habla, o no nos escucha como exigimos, empezamos a llamar la atención porque realmente necesitamos ser mirados, ser tenidos en cuenta.
A veces nuestros pensamientos se vuelven negativos porque así lo sentimos:
- “No me mira cuando le hablo”
- “Parece que me escucha, pero realmente está pensando en otras cosas”
- “Siempre deja de escucharme cuando un hijo le reclama”
- “Hablo y siento que está esperando que me calle de una vez”
- “Cambia de tema cuando hablo”
- “Cuando hablo me responde rápido para acabar cuanto antes”
¿De verdad que estas ideas son las que queremos que aniden en la persona que más queremos, a la que hemos entregado toda nuestra vida?
Cierto es que algunas veces el diálogo cuesta mantenerlo porque parece que no vale la pena. Esto ocurre cuando no se tiene algo que decir, porque para poder decir algo hace falta cierta inquietud intelectual que se alimenta de la lectura, de la reflexión y del diálogo con los demás. El que no lee, o no piensa, o no conversa con otras personas, fácilmente se vuelve aburrido. Y así no se puede mantener una conversación fluida, dinámica.
Pero también es cierto que tenemos que poner más empeño en dar más importancia al otro. Una importancia real. Porque todos tenemos algo que aportar. Porque todos tenemos un punto de vista que respetar. Porque todos desarrollamos diferentes habilidades e intuiciones que enriquecen al resto. Y porque es indispensable reconocer la verdad del otro.
Como ha escrito el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “El diálogo es una forma privilegiada e indispensable de vivir, expresar y madurar el amor en la vida matrimonial…”.
Estarás conmigo en que es una espectacular expresión de amor desarrollar ciertas actitudes que hagan posible el diálogo auténtico con nuestro cónyuge, como podrían ser: mirarle a la cara cuando nos hable y dejar que termine de expresarse totalmente, despojándonos de toda prisa. Por ejemplo.